Serio
problema representó para los primeros ingenieros que daban forma urbana a
Puerto Cabello al dotarlo de un sistema de distribución de agua potable, debido
entre otras cosas, a la lejanía del río San Esteban del poblado originario.
A
lo anterior habría que añadir las frecuentes inundaciones ocasionadas por las
crecidas de este río, toda vez que su desembocadura original estaba próxima a
lo que hoy es la calle del Mercado, con serios daños materiales en la principal
vía de entonces, La Jeringa y muchas de las viviendas que en el se encontraban,
algo que solo pudo ser solucionado con su canalización a mediados del siglo
XIX.
Sin
embargo, antes de ser canalizado, muchos de los habitantes del poblado seguían movilizándose
al río para obtener el preciado líquido. Y la solución se dio a finales del
siglo XVIII con la construcción de un acueducto de arcadas de aproximadamente
5.000 varas de largo para conducir las aguas del río San Esteban a un punto más
próximo a la ciudad, que se conoce con el nombre de La Alcantarilla.
Por
las pistas conocidas y que aún se conservan, sabemos que partían en línea recta
desde lo que se llamó en tiempos coloniales el Valle de Marín, terminando
exactamente en el sector de La Alcantarilla.
Cuando
el paisajista alemán Carl Ferdinand Appun deambulaba por las afueras del
poblado (1856), en el sector de Paso Real le llamó su atención el grandioso
acueducto de 15.000 pies, construido por los españoles y en sus escritos
comenta que “por desgracia, no se encuentra ya en óptimas condiciones”, es
decir que ese acueducto sirvió a la ciudad, al menos por seis décadas.
La ciudad iba creciendo, así como el número de sus habitantes, extendiéndose tímidamente hacia el suroeste, así que ya el acueducto de piedra no servía de mucho.
La
vieja Noria con sus arcadas de acueducto romano, traía del río San Esteban el
agua fresca que calmaría la sed de los porteños. A un lado se levantaban
señoriales y extrañas, curiosas casonas de madera. Eran de un estilo
absolutamente distintos a las nuestras coloniales. Recordaban los modelos que
se ven en las islas antillanas. Al otro lado, como buscando el mar, los huertos
de los chinos que surtían generosamente el mercado.
Algo
de nostalgia, sin embargo, encierra para los porteños el cauce de antaño que
llamaron La Noria, como lo revelan ciertas imágenes de la época en el que el
camino a Goaigoaza exhibía las viejas arcadas a un lado.
En
décadas recientes las arcadas fueron destruidas para dar paso a la autopista El
Palito – Muelles y, más tarde, la construcción del terminal de pasajeros. Hoy
solo se conservan unos pocos metros de aquella magnífica obra, en prueba de lo
poco que los gobernantes respetan el patrimonio arquitectónico.
Grísseld LecunaG/Bavaresco
Fuente:
Visiones del Viejo Puerto. Volumen II. Jose Alfredo Sabatino Pizzolante. La Vieja Noria. Págs. 13 al 19. Rivero Blanco Editores